domingo, 14 de julio de 2013

Historias: La azarosa vida de Michael



Sus gestos sosegados reflejan la paz que gobierna su corazón. Su sonrisa es amplia como una sandía abierta y su fuerte voz se matiza con el contenido de sus palabras. Su verbo transmite agradecimiento y honra al Todopoderoso que lo rescató de las tinieblas y lo condujo al camino del bien. Michael Páez, venezolano de 47 años, es otro vivo ejemplo de la infinita gracia de Dios. De esa gracia que no caduca, que no hace distingo de raza, condición social o edad. De esa gracia que salva, que sana y que santifica. De esa gracia que sólo fue posible por la sangre vertida del Cordero de Dios. Esa gracia que transformó la vida de este seguidor de Jesucristo.  

Actual pastor en una de las iglesias del Movimiento Misionero Mundial en los Frailes de Casia, en el distrito de El valle (Caracas), Páez se toma un momento para contar su transformación y todo lo que ha significado para él aquella decisión que tomó hace 27 años el día que le entregó su vida al Todopoderoso. “Una vez escuché que una buena manera para no olvidar cuánta misericordia Dios ha tenido de nosotros es recordar de dónde él nos ha sacado. De esa manera, con fuerzas renovadas y el corazón henchido de gratitud, podremos seguir peleando la buena batalla de la fe. Por eso, yo siempre estoy dispuesto a contarle al mundo entero cómo me convertí al Señor”, nos dice mientras gesticula apasionadamente.

Vida mundana
La existencia licenciosa que llevó Páez antes de conocer al Señor siempre tuvo a dos protagonistas recurrentes: el alcohol y las mujeres. Nacido el 20 de enero de 1966 en el pueblo de Panaquire, una localidad ubicada a 105.6 km. al norte de Caracas, en el estado venezolano de Miranda, Michael Páez sufrió desde siempre la ausencia de una figura paterna en su hogar. ¿La razón? Su madre Silvestra Páez mantuvo una relación extramarital con un hombre llamado Abilio Mendoza, quien pese a que ella quedó embarazada al poco tiempo nunca quiso asumir la responsabilidad de la criatura que había engendrado. Entonces, la señora Páez decidió que el niño llevaría sólo su apellido.

El barrio donde creció Páez tenía como sellos distintivos la pobreza de sus pobladores, la indiferencia de las autoridades y las escasas posibilidades de progreso para los más jóvenes. Escenario cuyas características fueron el caldo de cultivo para que el alcoholismo, la drogadicción y demás vicios se erigieran como fieras gigantes capaces de destruir todo a su paso y se constituyeran como engañosas vías de escape a la cruda realidad que vivían sus habitantes. Páez, por supuesto, no fue inmune a esta realidad y desde muy temprana edad hizo buenas -malas en el fondo- migas con la bebida. Lo peor de todo es que el mal ejemplo no lo encontró lejos de casa.

Ausente el padre, Páez fue criado con esmero por su madre, quien llegó a tener diez hijos más, y por su abuela materna. Sin embargo, la anciana era aficionada a la bebida y veía como una situación cómica el hecho de que su nieto tuviera un cigarrillo en la boca o sostuviera un vaso de licor entre sus manos. La familia celebraba las “travesuras” del nieto mayor sin saber que estaban sembrando en él el gusto por la vida libertina. Así creció Páez, suelto en plaza, con licencias absolutas, sin defensa alguna ante las malas juntas que eclipsaron su vida sin mayor esfuerzo. Por eso, cada vez fue más frecuente que Páez estuviera en una esquina libando el “Miche”, un licor de escasa calidad elaborado con caña de azúcar, junto a otros muchachos descarriados.

Los apremios económicos que golpeaban incesantemente a la familia Páez obligaron al joven Michael a priorizar la búsqueda de un empleo en vez de enfocarse de lleno en sus estudios. En cierta ocasión, con 15 años a cuestas, entró a trabajar en una fábrica de colchones. Sin embargo, cuando todo parecía ir viento en popa, sufrió un accidente en el que se partió el brazo y tuvo que dejar de laborar. Este y otros acontecimientos -como la falta de dinero para concluir el bachillerato-fueron despertando en Páez un gran resentimiento social. Aquella triste situación, lejos de despertar en él una sana rebeldía que lo impulsara a decidir salir adelante a como dé lugar, le hizo refugiarse en el espejismo que suele edificar el alcohol. La bebida era su fiel compañera, su confidente. 

Páez, el donjuán 
Años más tarde, su afición por la bebida mutó en un irrefrenable deseo por el sexo opuesto. Dicharachero, galante y siempre audaz, a Páez no le fue difícil granjearse la simpatía de las muchachas de su localidad por lo que no era extraño verlo siempre acompañado de distintas jovencitas. Caminando por las calles, nuestro personaje se pavoneaba de sus conquistas pensando quizá -equivocadamente desde luego- que la hombría está determinada por la cantidad de mujeres que uno logra tener. Así, sumido en la mundanalidad y el fornicio, transcurría la azarosa vida de Páez.

Páez llegó a creer que la felicidad se reducía a solo tener una mujer con quien divertirse y satisfacer sus deseos carnales. Pero, ¿y qué de sus parejas? ¿Él las hacía feliz? ¿Su conducta era congruente con las promesas de amor y cuidado que solía proferir a sus parejas? No, lamentablemente no. “Yo seguía bebiendo mucho y lo poco que ganaba me lo gastaba tomando con mis amigos. A pesar que mi pareja me reclamaba, yo no le hacía caso y me iba a tomar con ellos”, cuenta Páez con el rostro apenado. 

Así de egoísta era Páez. Él ahora lo reconoce y habla al respecto. “Yo pensaba y vivía solo para mí. Mi egoísmo hizo que tuviera innumerables enfrentamientos con las mujeres que conquistaba. Trifulcas donde no estuvieron ausentes las agresiones verbales y las humillaciones. Y las amenazas de abandono, además”. Cuando escuchaba esto último Páez se burlaba. No creía a sus parejas capaces de abandonarlo. Y si es así, pues me buscaré otra, pensaba. Ensimismado en un peligroso egocentrismo, Páez no se daba cuenta que su vida se deslizaba en una pendiente pronunciada. El abismo ya se avizoraba, pero Páez se mostraba indiferente.   

Hasta que un día las amenazas de su pareja -la quinta en ese entonces- dejaron de ser meras advertencias y se convirtieron en hechos concretos. Como era frecuente, ellos habían sostenido una acalorada discusión cuando entonces su pareja, harta de vivir así, se largó de la casa. Desesperado, Páez salió detrás de ella. “Es curioso pero yo salí a buscar a la persona que yo creía llenaba mi corazón, sin pensar que encontraría la verdadera fuente que calmaría mi necesidad de ser amado y aceptado”, narra todavía asombrado. Sin que lo sospechara, Páez encontraría al compañero fiel que jamás se apartaría de él ni lo abandonaría. Páez encontraría a Jesucristo. Páez conocería el verdadero amor. El amor de Dios. 

Toque divino
No muy lejos de donde vivía, se estaba realizando una campaña evangelística en una cancha de básquet. Páez alcanzó a su pareja muy cerca de allí, pero decidió dejarla ir para no hacer un papelón en plena calle. Tuvo un primer impulso de volver a casa, pero una fuerza extraña lo ‘obligó’ a quedarse. Era una fresca noche de aquel 23 de noviembre de 1986 cuando Michael Páez escuchó por primera vez el Evangelio. Fue la primera vez que le hablaron de un Dios amoroso y misericordioso, de un Ser Supremo que jamás despreciará al corazón contrito y humillado, de un Padre ansioso de que sus hijos descarriados vuelvan a su redil. 

Tocado en su interior por el precioso Espíritu Santo, Páez respondió al llamado que hizo el evangelista y le abrió las puertas de su corazón a Cristo. Desde entonces, su vida es otra. Desde entonces, ha viajado por distintas partes del mundo predicando el amor de Jesucristo. Desde entonces, ha consagrado su vida al servicio del Señor. Con sus casi 27 años de creyente, Páez sirve en la Obra de Dios desde hace dos décadas junto a su amada esposa Griselda Contreras (se casó con ella el 12 de diciembre de 1992), el instrumento que Dios usó para que él llegase a formar parte de la familia del MMM. Familia que, junto a él, se regocija por tener a un Padre tan bueno y paciente. Sí, el Michael Páez que nunca tuvo a un padre terrenal, tiene ahora a un bondadoso Padre Celestial.    

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