domingo, 9 de diciembre de 2012

Historias: Sara Joya y su lucha con la nostalgia luego del adiós



Con el recelo con el que una leona cuida a sus cachorros, Sara revisa una por una sus incontables medallas. Una de ellas, la que obtuvo al ser considerada la mejor jugadora de un torneo internacional, brilla como sol al mediodía. Al revisarlas, lo hace con minuciosidad y con algo de angustia, con el deseo de que no falte ninguna. Pero también con nostalgia…mucha nostalgia. Y es comprensible, pues recién ha pasado medio año desde que Sara Joya Lobatón (Lima, 1976) tomó la decisión más difícil de su vida: dejar el voleibol profesional luego de dos décadas de carrera. Por lo que no es complicado percibir que esta morena de 182 centímetros todavía extraña elevarse por sobre la net y hacer lo que mejor sabía: concretar las jugadas de ataque. La mirada melancólica que dirige hacia sus medallas la delata. Sara extraña sobremanera el voleibol.

Fue un verano de 1992 cuando Sara, una introvertida adolescente en ese entonces, recibió la feliz noticia de que el fin de semana debutaría en el primer equipo de Alianza Lima. Carlos Aparicio, su entrenador, fue quien le dio esa oportunidad. Y Sara no lo defraudó. Ese año, el cuadro íntimo, que contaba con figuras de la talla de ‘Gaby’ Pérez del Solar, Natalia Málaga, Denisse Fajardo, Cenaida Uribe, Jessica Tejada, Janet Vasconzuelo, entre otras, logró el bicampeonato.


A partir de entonces, la carrera de Sara Joya sería una extensa cosecha de títulos y reconocimientos, muchos de los cuales, hay que decirlo, no fueron valorados en su verdadera magnitud por la prensa nacional. En 1993 formó parte de la última selección de mayores que conquistó el Sudamericano. Fue en Cusco, en cuya final derrotaron nada más y nada menos que a las brasileñas, comandadas por la temible Ana Moser.

Al año siguiente, conseguiría con Alianza el subcampeonato del Sudamericano de Clubes y tras jugar en otros cuadros de la capital las siguientes temporadas, el 2009 emigró a Europa para ayudar a adueñarse de la Copa Portugal al humilde equipo del CD Riberense. El 2010, aceptó una oferta del club chileno Cedef Lo Prado que la contrató con la idea de que sea una especie de guía para el proyecto que tenían con sus juveniles. La apuesta no pudo tener mejores resultados, pues esa escuadra, en su primera participación en la liga profesional mapocha, estuvo muy cerca de llevarse el título.

Tuvo una propuesta para quedarse un año más en ese club, pero Sara había prometido a los suyos poner fin a su carrera en nuestro país y estaba decidida a cumplir con esa promesa. Además, cada día le costaba más estar separada de quienes ella llama “sus verdaderas razones para vivir”: sus hijos Joao y Marcia. Por eso, recaló en el pujante elenco del Deportivo Géminis de Comas, con quien este año se coronó campeona en la última temporada de la Liga Nacional que culminó en abril. En suma, se retiró como merecen hacerlo todos aquellos que han dejado huella en el deporte que han practicado: con un nuevo título en el bolsillo. A lo grande.

Hoy, seis meses después de haber dicho adiós, Sara pasa sus días enseñando esta disciplina en un colegio particular y junto a sus hermanas planean abrir muy pronto una academia de voleibol. Qué se puede hacer, este deporte corre por sus venas y no se ve en otro lugar que no sea una cancha de voleibol. Y sí, los zorros de la política ya la tentaron más de una vez para que se una a su agrupación (integró la lista de Cambio Radical en las últimas elecciones municipales, sin éxito), pero en realidad su deseo es estar ligada, de una u otra forma, a la disciplina que tanto ama. Eso es lo que anhela, eso es lo que con tanto fervor le pide al Señor de los Milagros, de quien es una ardorosa creyente.

Y es que Sara todavía lucha con la misma sensación que atrapa a quienes han dejado una actividad que han realizado por muchos años y que tanto amaban: la nostalgia. Sara echa de menos los entrenamientos, la adrenalina de los partidos, el vitoreo de la hinchada, la alegría de los triunfos y hasta la bronca por las derrotas. Para Sara el voleibol es como el aliento para el ciervo perseguido. No puede vivir sin él. Por eso es que a veces se deja aprisionar por los recuerdos y pasa horas rememorando viejos tiempos. Pero es consciente también de que la vida continúa. Por eso, le gusta mencionar siempre la frase del político británico Harold MacMillan quien alguna vez dijo que "deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá". En eso está ahora. 

Son las cuatro de la tarde y un bronco bocinazo interrumpe nuestra conversación. Es el transporte que trae de vuelta del colegio a la pequeña Marcia, su hija menor. Al verla cruzar el umbral de la puerta, el rostro sosegado y serio de Sara cambia súbitamente y es cubierto por una amplia sonrisa. Sonrisa de madre que ve orgullosa crecer a  su criatura. Sonrisa en el rostro de quien ha decidido ya no ceder a la nostalgia y a la melancolía. De ya no detenerse en el pasado.

Por el contrario, con su hija en brazos y mientras me muestra cada una de sus tantas fotografías que cuelgan en la pared de su sala, empieza a soñar en el futuro y en los desafíos que la vida le deparará pero que ella está segura de superarlos. Y es que si bien ya no se vestirá de corto, pero en Sara sigue corriendo esa sangre de deportista, esa renuencia a no darse por vencida sin dar todo de sí, esa determinación a no dejarse derrotar por nada ni por nadie. Sara sabe, como el genial Gabriel García Márquez, que "la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado". Y vaya si Sara tiene tantos buenos recuerdos. Los tiene, y de sobra. 

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