jueves, 14 de febrero de 2013

Historias cortas: La quinceañera que pudo no ver la luz



7 de febrero de 1998, Lima. 
-Señora, es mejor que usted y su familia estén preparados para cualquier desenlace-, le dijo la obstetra de turno con una seriedad imperturbable. 

Susana entendía el significado de esas palabras. Comprendía perfectamente la disyuntiva: era su vida o la de la criatura que estaba por nacer. Sólo una, según la ciencia, podía sobrevivir al parto. Su avanzada edad, 43 años, era una de las razones del riesgo de ese alumbramiento. La escasa chance de que ambas salieran airosas de esa situación significaba además que la niña, porque iba a ser mujercita, nacería bastante delicada. 

Sus largas manos, flacas y trajinadas, se juntaron de repente para elevar una oración. Sus fuerzas eran exiguas, su ánimo estaba quebrantado, pero su fe en Dios se mantuvo sólida, inalterable.

-Si una de las dos ha de sobrevivir que sea ella, amado Señor. Pero si te place, sálvanos a las dos y que la bebe nazca sin ningún problema. Tú lo puedes todo, Padre –, fue  todo lo que puedo decir Susana. 

Fue una oración corta, sin rodeos ni vanas repeticiones. Pero eso sí, una oración bañada en lágrimas. Fue una oración que salió desde sus entrañas. 

En los siguientes minutos el ambiente se tornó tenso. La bulla generada por las demás pacientes perturbaba la mente de Susana. El trato de las enfermeras, no siempre tan amable como uno espera, la irritaba por momentos. Pese a todo, ella trataba de mantener la calma. 

Al cabo de unos minutos, fuertes dolores fueron el preámbulo para que el proceso del parto empezara. Había llegado el momento decisivo. Sólo unos minutos y se sabría si la sentida oración de Susana había sido escuchada. Con los ojos cerrados, de manera mecánica, obedecía las instrucciones de los médicos.

El dolor que sentía le hizo creer que perdería el conocimiento. Escuchaba algo lejana las voces de quienes la asistían. Puje, puje, no deje de hacerlo. Un poco más, un poco más-, era lo único que lograba entender.

Parecía que el tiempo se había detenido, hasta que un ensordecedor llanto la hizo regresar de vuelta al hospital. Sus párpados se abrían lentamente, los sentía particularmente pesados. Hasta que al fin la pudo ver. Allí estaba, con sus manitos y piecitos encogidos, su piel untada con manchas de sangre, su tez límpida  y su pequeño rostro que se arrugaba al llorar. Mi hija, pensó Susana, allí está mi hija.

Haciendo un gran esfuerzo, hizo un ademán con la clara intención de tenerla entre sus brazos. Los doctores asintieron y se la dieron. 

-Usted es una mujer muy afortunada señora-, le dijo la misma doctora que horas antes le había dado la aciaga noticia-. Su niña nació buenita y usted sigue con nosotros.

Afortunada no, le respondió Susana, mientras acomodaba en su regazo a su criatura. Soy una mujer bendecida, bendecida por Dios, agregó.  

Susana miraba a su niña encandilada. Rosita. Rosita, así te llamaré, dijo Susana para sí y sonrió. 

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7 de febrero de 2013, Lima. 
Una hermosa señorita come con fruición su generosa porción de tallarines verdes. De fondo, se escucha la melodía de We Are The Champions, en la voz del genial Freddie Mercury. Es una de sus canciones favoritas, quizá porque resume lo que hasta aquí ha sido su corta existencia. Una vida de muchos momentos buenos, triunfos y satisfacciones, pero que no ha estado exenta de adversidades y tristezas. Como la muerte de su abuelita hace algunos años, por ejemplo. 

Pese a todo, la seráfica muchachita de cabellos negros y ondeados, de ojos grandes, de sonrisa fácil y de carácter modoso, ha sabido salir airosa de todos los desafíos que hasta aquí la vida le ha presentado.

Al cabo de unos minutos, July, una de sus hermanas mayores, llega a casa y se sienta frente  a ella, a la espera de que le traigan su almuerzo. Sin saber por qué, a la quinceañera le invade una suerte de nostalgia. A la velocidad de un cometa, mientras la observa, empieza a rememorar las tantas veces que su hermana fue más que eso para ella. Las veces que July fue como una segunda madre. 

Al traer a memoria aquellos recuerdos, Rosita lucha internamente por no gimotear. Cuando su madre aparece  trayendo el plato de tallarines a su hermana, algo la impulsó a pararse y se abalanzó hacia ella y la abrazó. Luego, con la misma intensidad, rodeó con sus delgados brazos a su hermana. Después las miró a ambas, ya con los ojos brillosos, y, con labios temblorosos, les dijo una sola palabra: gracias.

Cuando hubo terminado de expresar la última sílaba de esa palabra, Rosita no pudo más e hizo lo que hasta aquí estaba luchando por no hacer: la quinceañera lloró. 



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