martes, 16 de octubre de 2012

Historias: Carlos, el devoto del Señor del Triunfo que sólo sabe de derrotas



Abandonado hace veinte años por el amor de su vida, traicionado por quienes creía eran sus mejores amigos, enfermo de migraña y con escasos –escasísimos- recursos económicos, Carlos Rojas sigue ofreciendo, como cada Semana Santa, su mejor ofrenda al Señor del Triunfo: su burro blanco. 

Carlos Rojas es un ferviente devoto del Señor del Triunfo, pero su vida lo delata como un perfecto perdedor. En la soledad de su cuarto alquilado, sentado en un desvencijado mueble que apenas es sostenido por dos pares de ladrillos descoloridos, este hombre de carácter apacible y hablar pausado, toma el último sorbo de su quinua con leche para luego acompañar, como tantas veces, en este Domingo de Ramos, a la venerada imagen del patrono de Lurín. Pero no irá solo. Como es costumbre, Carmelo lo acompañará.  

Lurín, conocido como el último “Valle Verde de Lima”, es un distrito con 155 años de antigüedad. Situado al sur de Lima, entre el kilómetro 26 y 42 de la gigantesca carretera Panamericana Sur, es famoso por los deliciosos y grasientos chicharrones que venden en ese lugar. Contrariamente a lo que suele ocurrir normalmente, este domingo la Alameda de los Chicharrones, que se supone debería estar atestada de gente deseosa de subir sus índices de colesterol y triglicéridos, está vacía. ¿La razón? Es Domingo de Ramos, inicio de Semana Santa, y toca ponerse a cuentas con el Creador. “Toda la gente del pueblo está en la iglesia, jefecito”, me dice un hombre gordo de aliento insecticida. 

Pues allá vamos.

Son las nueve y media de la mañana y la catedral de San Pedro de Lurín está repleta de compungidos fieles que se golpean el pecho con la misma firmeza con la que un juez golpea su martillo para poner orden en la sala. Ubicada en el mismo centro del distrito, la catedral de San Pedro es un calco de las mayorías de las iglesias católicas que hay en nuestro país, por lo menos las que hay en provincias. De arquitectura colonial y estilo barroco, este templo, ahora de fachada mostaza y columnas blancas, fue construido hace trescientos años y ha sido declarado, desde el 2006, monumento histórico del Perú. “Es la casa espiritual de los lurinenses”, me dice el monseñor Carlos Amancio Florián, obispo de Lurín, hombre alto, piel de charol y anguloso, quien tiene unos enormes anteojos que cabalgan con cierta pereza sobre su nariz. 

Carlos Rojas, a quien todo el mundo en su barrio del AA. HH. Jardines de Lurín conoce como el ‘Mala Suerte’, es un exprofesor contratado (enseñaba el curso de Religión) que como en tantas áreas de su vida fue un rotundo fracaso. Flaco como un lápiz, Carlos lleva puesto un lustroso terno azul que se lo pone solamente en Semana Santa. “Es el mejor traje que tengo y lo mejor siempre se lo quiero dar a mi Señor”, me dice este hombre de cincuenta y tres años, soltero, abandonado hace un par de décadas por una cruel novia a sólo una semana para casarse, estafado en tres ocasiones por pérfidos socios que lo dejaron endeudado hasta el cogote (hasta ahora los bancos lo siguen atosigando con las cobranzas y amenazas de embargo), que vive aquejado por una rebelde migraña y que mantiene su miserable vida sembrando alcachofas en una pequeña parcela que un misericordioso vecino le ha prestado. 

El único que siempre le ha sido fiel a Carlos es Carmelo. Carmelo es su burro. Su único patrimonio. De piel blanca y orejas desaseadas, este jumento es el más famoso de este distrito costero. Cada Domingo de Ramos, una vez que el obispo ha dado por culminada la misa correspondiente, en sus lomos ha de reposar nada más y nada menos que el patrono de los lurinenses: el Señor del Triunfo. A semejanza de la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén, el patrono de Lurín se pasea por las estrechas calles de este distrito cabalgando al buen Carmelo.

Ataviado con un manto rojo carmesí y una corona que a cada rato se la tienen que acomodar, la imagen es acompañada por una multitud de feligreses que, con sus ramitas de olivo en la mano, invitan a los ocasionales transeúntes a acompañarlos a esta especie de peregrinación. Como no podía ser de otra manera, es Carlos quien guía a Carmelo en esta magna ceremonia. Esta procesión es seguida por cientos de personas de variopintas apariencias: entre ellos había un grupo de niños vestidos todos ellos de impolutos pantalones y camisas blancas con su respectiva  corbata azul que de tanto en tanto entonaban algunas melodías religiosas que, al parecer, no hicieron el menor esfuerzo para aprendérselas de memoria pues se equivocaban a cada rato. Se podía observar también a una rolliza mujer, de rulos revueltos y piel chocolate, que jaloneaba a dos niñas que a su vez tenían enganchados a su brazo a otros dos infantes como un pescado a un anzuelo. Atrás de ella, estaba un pigmeo sujeto con cara de aburrido que tocaba una especie de pandereta. Presidiendo la comitiva, estaban dos curas con unas túnicas fucsias espantosas. Cada cierto momento, se detenían en los diferentes negocios de la zona para echarles el agua bendita a fin de  que sean prosperados. Incluso, al llegar a la comisaría hicieron lo mismo a tal punto de ‘refrescar’ con ese líquido a dos distraídos policías. Es Domingo de Ramos, inicio de Semana Santa y…todo se perdona por estos días. 

El agotamiento en el rostro de Carlos era notorio. Después de una hora y media de recorrido y una más para volver a casa, ‘Mala Suerte’ sólo desea repantigarse en su viejo mueble. “¿Escuchó la parte de la liturgia en la que el padre dijo que nunca debemos perder la esperanza de tener una mejor vida?”, me pregunta con una fogosidad que no le había visto antes y con una voz que parece que se va a apagar del todo. Antes de que tuviera tiempo de responderle, ya había recuperado el aliento para continuar su alocución. “Sabe, yo sí que he pasado por unas cosas que ni el patriarca Job las ha vivido, pero aún mantengo la fe de que algún día mi suerte cambiará”, me dice y de inmediato cierra los ojos como imaginándose aquel día cuando el destino por fin le sonría.

El silencio que había en aquella habitación sólo era interrumpido por un infernal mosquerío. En esa casa el calor era como una bestia encerrada que respiraba incendios. Cuando Carlos volvió a abrir los ojos, me regaló una sonrisa tan ancha como una sandía abierta, y lo único que atinó a decir, en un tono que parecía que me hacía una promesa, es que algún día lo dejarán de llamar el ‘Mala Suerte’. Volvió a cerrar los ojos. Me quedé observándolo por unos instantes más hasta que me di cuenta de que el buen Carlos se había quedado dormido. Me levanté y me fui, evitando hacer algún tipo de ruido.

De regreso a casa, mientras que la mayoría de los pasajeros iban comentando lo bien que la pasaron en alguna playa del sur, hablando de cosas superficiales y anodinas, y sin importar que la musa que me acompañaba roncaba desenfrenadamente a mi costado, un pensamiento me daba vueltas y vueltas en la cabeza como un pollo a la brasa. Era una hermosa frase del novelista y poeta libanés Khalil Gibran: “En el corazón de todos los inviernos vive una primavera palpitante, y detrás de cada noche, viene una aurora sonriente”. Me preguntaba si alguna vez Carlos la habrá leído o escuchado alguna vez. Cada vez que mi respuesta era negativa, tenía la tentación de regresar y decírsela. Pensaba que así podía alimentar de alguna manera su esperanza de una mejor vida. Quería decirle, desde lo más hondo de mi corazón, que realmente deseaba que deje algún día de ser el ‘Mala Suerte’ y que de esa manera, ahora sí, pueda ser un digno devoto del Señor del Triunfo.

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