domingo, 9 de diciembre de 2012

Historias: La inquebrantable fe de Alicia



¿Será la fe, como la definió el escritor ruso León Tolstoi, la verdadera fuerza de la vida? ¿Podrá la confianza depositada en el Ser Supremo ayudarnos a sortear los obstáculos que nos presenta el destino? La vida de Alicia parece darnos las respuestas a esas interrogantes. 

Frágil como el cristal y delgada como un lápiz, Alicia se dispone a comenzar su rutina diaria: atender a su impaciente y muchas veces poco agradecido esposo, cuidar a sus cuatro hiperactivos nietos y librar esa cotidiana batalla mental común en todas las amas de casa: responder a la pregunta ¿qué cocinaré hoy? Pero, antes que nada, prende su pequeña y vetusta radio para sintonizar Radio del Pacífico y así alimentar su alma con la Palabra de Dios. Y lo hace presurosa, diligente, como si fuese a descubrir el significado oculto de una profecía.

Natural de Lima, pero autoproclamada arequipeña, esta mujer de 60 años viste un buzo plomo, una chompa de tela azul, unos zapatos ‘chinitos’ que se rehúsa a abandonar pese a su precario estado y lleva en la cabeza una vincha negra que sujeta su corto y entrecano cabello. Sostiene en sus manos una Biblia de pasta negra de letras gigantes. Se presta a leerla. Alicia es de esas personas que cuando abraza una fe la vive intensamente y se consagra a ella. Católica casi toda su vida, desde hace una década es una devota cristiana evangélica. Cuando habla de Dios, sus ojos brillan, su hablar es acelerado e impregnado de una gran convicción. 


Por la radio se escucha la voz de un hombre con dejo argentino que insta a sus oyentes a no dejar de orar hasta recibir lo deseado. “El Señor concederá las peticiones de tu corazón”, dice el predicador. Alicia lo escucha atentamente y escribe todo lo que puede en una pequeña libreta que poco a poco se está deshojando. Escribe de una manera frenética y no por eso su letra es ilegible. Por el contrario, es simétrica y bella como su sonrisa. El programa radial está a punto de culminar y es tiempo de orar. Ella cierra los ojos, inclina su cabeza con reverencia y mueve los labios silenciosamente por unos minutos.

-¿Realmente crees que Dios te escucha? -le pregunto

-Claro que sí, estoy convencida de eso -responde Alicia

-¿Por qué estás tan segura?

-Porque Dios ha hecho muchos milagros en mi familia (un hijo sanado de cáncer y el nacimiento milagroso de uno de sus nietos son un par de casos que respaldan esa aseveración). Es cierto que no siempre accede a todas nuestras oraciones, pues a veces, como dice la Biblia, pedimos mal. Pero en general, todo lo que está conforme a su voluntad, mi Señor me lo concede.

-¿Por quiénes es tu oración más frecuente?

-Por mis hijos. 

Esta menuda mujer es madre de cinco hijos -en realidad tuvo siete, pero dos de ellos fallecieron ya-. Y ella, es la hermana mayor de seis hermanos. Lo que en su momento le generó muchos privilegios por ser la primogénita, con el transcurrir de los años y con la llegada de más integrantes a la familia, esas prerrogativas fueron mutando a responsabilidades. Aun así, el desmesurado cuidado por parte de sus padres hacia ella no menguó. La siguieron sobreprotegiendo. 

Tal fue la dimensión de esa sobreprotección que a pesar de que ya estaba en edad para iniciar su etapa escolar (tenía 7 años), sus padres decidieron que tendría que esperar a su hermana menor para que vayan juntas a la escuela. Esa espera tardó dos años. Con un par de años de retraso, y con las burlas que eso acarreaba entre sus compañeras, dos materias jaladas cuando cursaba el tercero de secundaria fueron la excusa perfecta para que decidiera dejar los estudios. “Mi papá se molestó muchísimo, pero al final aceptó mi decisión”, recuerda.

Al rememorar su paso por el colegio y lo que quiso y no pudo ser, Alicia se pone seria…y triste. Soñaba con estudiar Dibujo y Pintura por lo que su padre le había prometido matricularla, una vez terminase la secundaria, en la Escuela de Bellas Artes. Nada de eso sucedió: ella renunció a los estudios y su padre ya no tenía la solvencia económica de otros años. “Si pudiese retroceder el tiempo eso es lo único que quisiera cambiar de mi pasado. No aproveché mis estudios y lo he lamentado por mucho tiempo.  Al comienzo me avergonzaba, sentía que no era nada, pero ya no. Ya lo superé”, asegura. 

Una y media de la tarde y F, su esposo, ya está en casa esperando, ansioso como siempre, el almuerzo que ha preparado Alicia. Llevan más de 25 años de casado, y casi 45 de convivencia. Ambos vivían en el Cercado de Lima y fue en el cumpleaños número dieciocho de Alicia donde se conocieron. Desde entonces F -hombre que hace honor al significado de su nombre (“amante de los caballos”) pues ha sido desde siempre un empedernido apostador de las carreras hípicas- no dejó de frecuentarla.

A pesar de que siempre ha sido una persona muy correcta, Alicia recuerda con cierto rubor una ocasión en la que les mintió a sus padres para encontrarse con su amado. La coartada fue una supuesta visita a una tía que vivía en el Callao, y a donde desde luego nunca llegó. Pasó todo el día con F, se fueron a pasear al puerto del Callao, almorzaron en un chifa y tomados de la mano soñaban con lo que sería de ellos en el futuro. Alicia estaba enamorada, pero no negaba cierta inseguridad producto de malas experiencias con sus dos anteriores y fugaces relaciones.

Sin embargo, una vez que decidió unirse a F en santo matrimonio, y a pesar de las serias dificultades que tuvo que soportar, ella ha mantenido firme a su voto matrimonial. “Hasta que la muerte nos separe”, se habían prometido. Y así ha sido desde entonces. Suele ser muy llorona y cuando recuerda todo lo que tuvo que hacer para sacar adelante a sus hijos -aquellos tiempos en que la pobreza era una inquilina perenne-, gimotea sin mucho esfuerzo. Al narrar esas peripecias mueve sus manos lentamente, manos huesudas y maltratadas de tanto lavar ropa ajena. Nunca se quejó, ni renegó de Dios. Mantuvo su fe. 

Su hija menor, que ahora ya es madre y que está sentada a su costado, le lanza una mirada tierna, llena de gratitud. Sabe que ella no exagera. Alicia se da cuenta y se detiene. No quiere que su hija piense que está reclamando algún tipo de compensación. La humildad y sencillez de Alicia es abrumadora, como lo es también su lealtad con quienes confían en ella. Lealtad que a veces no ha sido bien retribuida, pero que no por eso ella ha dejado de tender una mano al que lo necesita. 

Guardadas las distancias, la vida de Alicia ha sido un batallar constante como lo fue para su ficticia tocaya en el País de las Maravillas. Así como ella, Alicia ha tenido que vencer a ‘dragones’ y ‘monstruos’ disfrazados de problemas y necesidades. Y así como la jovencita personaje de Walt Disney, nuestra protagonista también espera regresar al mundo del cual dice ella pertenecer. Ese mundo para Alicia es al lado de su Padre Celestial. “Dios me creó y algún día estaré en su presencia”, asegura con una mirada que hace difícil dudar de la veracidad de aquella esperanza.   

La fe para Alicia siempre ha sido su firme bastón para no derrumbarse ante la adversidad. Es su confianza en el Ser Supremo lo que le ha permitido -a trancas y barrancas- salir victoriosa de arduas y prolongadas batallas, ver siempre el lado positivo de las cosas y avizorar con optimismo el futuro. Es esa misma fe la que desea heredar a sus hijos, pues “eso es lo único valioso que les puedo dejar”. Si ellos siguen el mismo camino de su madre, ya está fuera del alcance de Alicia. Mientras tanto, ella seguirá con lo que considera ahora su mayor deber: orar por ellos. 

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